Natalia huye de algo más que de la ciudad y busca en el aislamiento de un pueblo algo parecido a una redención o, quizás, el camino de una imperfecta perfección. Me recuerda a algún personaje de Pío Baroja.
No lleva brújula, avanza a golpe de instinto y queda atrapada por un amor que la lleva a renunciar a su dignidad y a encerrarse en si misma: el infierno son los otros. Existen amores que, aunque parece que rediman, envenenan
¿Qué la salva?
El contacto con una naturaleza en la que, es posible gozar de unos instantes de clarividencia en los que parece que todo tiene un cierto orden, que todo concuerda y que solo faltaba leerlo. La cuestión es encontrar la clave para descifrar el mensaje, saber como se traduce el texto de la vida. Natalia lo encuentra en la cima de una montaña: El Glauco.
El estilo depurado y, aunque parezca sencillo, trabajado hasta dar esta impresión, de Sara Mesa nos enseña el camino.
El amor y cuidado por la palabras desde siseo, que llega a ser nombre de perro, hasta los oráculos de Roberta.
El uso de comparaciones que pueden parecer tópicas pero que refuerzan la idea de la vida como texto que debe ser interpretado: como si leyese el papel de una obra, como si estuviera representado una escena, como si se proyectase una película…
Los paralelismos entre los animales y las personas y las analogías como la que subyace en capital erótico.
El estilo se funde con el tema: esta es la fuerza de la narrativa de Mesa.
Al final, como si descendiéramos de la montaña donde la protagonista ha tenido su revelación nos queda la pregunta de si el infierno está en nuestro interior y quizás sólo el azar —y la buena literatura— pueda esquivarlo.
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