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dimecres, 24 d’abril del 2019

Antonio Soler (2018) Sur. Barcelona: Galaxia Gutemberg



Impresionante.
Unas 60 escenas o, más bien, planos secuencia, por las que desfilan unos 230 personajes. Una novela que narra un día de la ciudad de Málaga, paradigma del Sur. Parece que el narrador amplifica su mirada con cámaras ocultas que se introducen tanto en espacios diversos, como en la vida interior de sus criaturas.
Una ambiciosa novela coral.
Los personajes se mueven por la ciudad bajo un calor asfixiante que los aplasta, sobrevivir es una lucha sin cuartel.
La narración fluye, laberíntica, saltando de un espacio a otro. No se trata de una coralidad de colmena con sus bien estructuradas celdillas, sino de unas relaciones que parecen fluidas como las del hormiguero que se erige como símbolo de la novela:

«El mundo entero es un hormiguero y todos esos hormigueros están dispuestos a venir sobre nosotros buscando el momento de empezar a comernos por los pies o por los ojos» (P. 150)

            La sensación de fluidez, sin embargo, está sustentada. La materia narrativa está organizada en torno a unos diez escenarios dinámicos con sus correspondientes personajes que aparecen, desaparecen y reaparecen en orden y concierto, sin perder nunca el hilo de sus acciones sucesivas o simultáneas. Para ello, se establecen turnos no rigurosos, pero sí organizados, de unas 10 secuencias que se ligan con fragmentos en los que se nos informa. de manera rápida y precisa de las andanzas de múltiples personajes. Estos fragmentos diseminados oportunamente a lo largo de la narración son como norias trepidantes que nos impactan por su ritmo y su intensidad. Me detengo en uno de esos momentos que se refuerza por hechos trascendentales y símbolos potentes.  Se trata de la escena 31, si no he errado el cálculo, central en la narración y que empieza así:

            “Los hijos de la nada, caminan, gimen, mueren, ríen. (…) Los insectos siguen escarbando la tierra, horadan las vidas de los humanos, traspasan los muros, carcomen, roen y ellos levantan la vista al sol. Dime adónde vamos Rai…” (P. 199)

            Este es el eje de la noria y ahora aparecen los cangilones: Rai, Eduardo Chinarro, el Atleta, Lucía, ensartados por la anáfora “Dime adónde vamos.” En otras ocasiones la cohesión textual se produce por otros mecanismos, sean conectores: “mientras” o “también”; o léxicos: la muerte, el viaje en tren, el olor de las comidas, la sed, ecos de canciones o repeticiones de palabras: Céspedes, Carole, la Segueta, Mariano, la Penca, el padre Sebastián, Amelia, Ismael, la doctora Galán, Guille, Dioni.  Los personajes entonan una melodía:

“Toda esa gente interpretando su himno, autodidactas, llorando.”

            Y como cierre de la secuencia el broche del símbolo, la búsqueda de lo oculto, el afán de hurgar en el significado de la muerte. Sin respuesta.

«La vida detrás de las paredes. Hormigas de cabezas blancas, bichos de la oscuridad que bucean bajo tierra. Escarban para nosotros. Y a veces, sí, escarban en nosotros. Lo he visto. El amasijo.” (Pág. 204)

            Es mediodía. Pronto, en otra escena, los personajes comerán en otro tiovivo colosal.

“Come y mastica la ciudad entera.” 
“Los jugos cumplen su función severa y las calles bostezan.” (P. 233)

La ciudad humanizada está poblada por personajes que, en ocasiones, se convierten en títeres esperpénticos y penetran en su cuerpo como hormigas.
Pero, hay algo más, siempre hay algo más en una buena novela: metaliteratura.  Desde el principio està presente en EL DIARIO DEL ATLETA y la encontramos, también, en el conjunto de filólogos literatos que rinden culto, no solo a Joyce. Algo tiene este grupo de personajes que expande su influencia a recursos de estilo que nos hacen reconocer lecturas de Cervantes, Quevedo, Góngora o Valle Inclán, por no hablar de la Biblia.  Da gusto percibir estos ecos en esta prosa densa y bien trabada.
Como da gusto el aire fresco que quizás permitirá reconciliarse con la vida y que todo se reordene, aunque sólo sea en este momento de paz en que parece que:

“…todo tiene sentido y todo es perfecto, todos los caminos están abiertos.” (P. 469)

Como hacía decir don Ramón María a Max Estrella: 

“¡Me quito el cráneo!”