Impresionante.
Unas 60 escenas o, más bien, planos secuencia, por las que
desfilan unos 230 personajes. Una novela que narra un día de la ciudad de
Málaga, paradigma del Sur. Parece que el narrador amplifica su mirada con
cámaras ocultas que se introducen tanto en espacios diversos, como en la vida
interior de sus criaturas.
Una ambiciosa novela coral.
Los personajes se mueven por la ciudad bajo un calor asfixiante que los aplasta, sobrevivir es una
lucha sin cuartel.
La narración fluye, laberíntica, saltando de un espacio a
otro. No se trata de una coralidad de
colmena con sus bien estructuradas celdillas, sino de unas relaciones que
parecen fluidas como las del hormiguero que se erige como símbolo de la
novela:
«El
mundo entero es un hormiguero y todos esos hormigueros están dispuestos a venir
sobre nosotros buscando el momento de empezar a comernos por los pies o por los
ojos» (P. 150)
La sensación de fluidez, sin
embargo, está sustentada. La materia narrativa está organizada en torno a unos
diez escenarios dinámicos con sus correspondientes personajes que aparecen,
desaparecen y reaparecen en orden y concierto, sin perder nunca el hilo de sus
acciones sucesivas o simultáneas. Para ello, se establecen turnos no rigurosos,
pero sí organizados, de unas 10 secuencias que se ligan con fragmentos en los
que se nos informa. de manera rápida y precisa de las andanzas de múltiples
personajes. Estos fragmentos diseminados oportunamente a lo largo de la
narración son como norias trepidantes que nos impactan por su ritmo y su
intensidad. Me detengo en uno de esos momentos que se refuerza por hechos
trascendentales y símbolos potentes. Se
trata de la escena 31, si no he errado el cálculo, central en la narración y
que empieza así:
“Los hijos de la nada, caminan,
gimen, mueren, ríen. (…) Los insectos siguen escarbando la tierra, horadan las
vidas de los humanos, traspasan los muros, carcomen, roen y ellos levantan la
vista al sol. Dime adónde vamos Rai…” (P. 199)
Este es el eje de la noria y ahora
aparecen los cangilones: Rai, Eduardo Chinarro, el Atleta, Lucía, ensartados
por la anáfora “Dime adónde vamos.” En otras ocasiones la cohesión textual se
produce por otros mecanismos, sean conectores: “mientras” o “también”; o
léxicos: la muerte, el viaje en tren, el olor de las comidas, la sed, ecos de
canciones o repeticiones de palabras: Céspedes, Carole, la Segueta, Mariano, la
Penca, el padre Sebastián, Amelia, Ismael, la doctora Galán, Guille, Dioni. Los personajes entonan una melodía:
“Toda
esa gente interpretando su himno, autodidactas, llorando.”
Y como cierre de la secuencia el
broche del símbolo, la búsqueda de lo oculto, el afán de hurgar en el significado de la
muerte. Sin respuesta.
«La
vida detrás de las paredes. Hormigas de cabezas blancas, bichos de la oscuridad
que bucean bajo tierra. Escarban para nosotros. Y a veces, sí, escarban en
nosotros. Lo he visto. El amasijo.” (Pág. 204)
Es mediodía. Pronto, en otra escena,
los personajes comerán en otro tiovivo colosal.
“Come
y mastica la ciudad entera.”
“Los jugos cumplen su función severa y las calles
bostezan.” (P. 233)
La ciudad humanizada está poblada por personajes que, en
ocasiones, se convierten en títeres esperpénticos y penetran en su cuerpo como
hormigas.
Pero, hay algo más, siempre hay algo más en una buena
novela: metaliteratura. Desde el principio està presente en EL DIARIO DEL ATLETA y la encontramos, también, en el conjunto de filólogos literatos que
rinden culto, no solo a Joyce. Algo tiene este grupo de personajes que expande
su influencia a recursos de estilo que nos hacen reconocer lecturas de Cervantes, Quevedo, Góngora o Valle Inclán, por no hablar de la Biblia. Da gusto percibir estos ecos en esta prosa
densa y bien trabada.
Como da gusto el aire fresco que quizás permitirá
reconciliarse con la vida y que todo se reordene, aunque sólo sea en este
momento de paz en que parece que:
“…todo tiene sentido y todo es perfecto, todos los
caminos están abiertos.” (P. 469)
Como hacía decir don Ramón María a Max Estrella:
“¡Me quito el cráneo!”
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