Y demoraba el momento de leer la última novela de Aramburu.
Por fin, la he leído.
Por fin, la he leído.
Una vez sufrida/disfrutada, como diría el narrador, con su abrupta prosa correlato de la dureza de una sociedad enferma de odio fratricida, intento
encontrar la manera de explicarme esta antítesis.
Me han conmovido los personajes principales esculpidos con la fuerza de una
mole de Chillida, sobre todo el elenco de matriarcas tras los visillos en una
sociedad patriarcal.
Amas, como Buittoni, a
la que parece que le sobren las palabras:
“Palabras. No hay manera de quitárselas de encima. No le dejan a una estar
verdaderamente sola. Plaga de bichos molestos , oye.” P. 36.
Puedo compartir esta reacción ante tópicos que no sirven para nada del
tipo:
“No dejemos que el odio amargue nuestras vidas. “ P. 35.
Buittoni necesita palabras que
puedan transformar la realidad, que actúen de antídoto a las que matan: “TXATO ENTZUN PIM PAM PUM”, necesita que
se diga con valentía, aunque sea a la chita callando: “PERDÓN.”
¿Y el montón de palabras de esta novela? ¿Cómo se las arregla Aramburu para
que no sean una “plaga de bichos molestos”? ¿Para que sean palanca de una explicación
o simplemente consuelen?
Creo que la clave se encuentra en el arte de convocar recuerdos que son
como piedras angulares de un laberinto tenebroso que ha ahogado la
convivencia, la amistad y los lazos de sangre.
La memoria de los personajes surge de rincones insólitos que sirven de
trampolín a la evocación. No se trata del
flash back proustiano, sino de detalles cotidianos que desatan el ovillo de
la memoria como, el destello de una llanta de bicicleta en la cocina de Miren
-mi preferido-, la telaraña del despacho de Xavier, el espejo de Arantxa o el
techo de la celda donde Joxe Mari se empieza a “carcomer” escondido en la
“madriguera de una canción”.
Por estas rendijas se cuelan los sentimientos de unos personajes que
podrían haberse convertido en títeres y no en trasuntos de seres humanos. Por
estas fisuras de la realidad se manifiesta la literatura de las palabras
auténticas.
Hacia la mitad de la novela noto un giro estilístico que prepara el difícil
final. Van desapareciendo estos momentos mágicos de introspección y la voz del
narrador omnisciente en tercera persona se mecha de fragmentos con el punto de
vista de los personajes en primera persona. Me produce una impresión de extrañeza
que seguramente busca el autor:
“A fin de cuentas ella iba a su bola, como en realidad pienso hacer hasta
el final de mi vida.” Dicen el narrador y Nerea en la página 404.
Así y todo, me gusta más el mecanismo evocador que se ancla en los detalles cotidianos.
A partir de este momento me doy cuenta de la reiteración de una expresión
que intenta eludir el sobado “pasear la mirada”. Nuestro narrador en su lugar
la “tiende”. Preferiría que no lo hiciera.
Pero estas pequeñeces no afectan a la fuerza narrativa del texto y he continuado la lectura con el alma en vilo pasmada ante capítulos tan espléndidos como el de "El país de los callados" mientras espero que la justicia poética se imponga y llegue la paz a los corazones de víctimas y verdugos que no quieren serlo.
Para escribir Patria se precisa coraje y vencer el pudor a entrar en vidas ajenas y utilizarlas como materia literaria. Como hace decir el autor al escritor que se dirige a público de las Jornadas sobre las Víctimas del terrorismo:
"...escribí, desde el estímulo por ofrecer algo positivo a mis semejantes, a favor de la literatura y el arte, por tanto a favor de lo bueno y noble que alberga el ser humano." P. 552.
Palabras que no sean "bichos molestos" sino que contribuyan a derrotar la violencia.
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