Imprescindible.
No es una película más de nazis, sino un
film épico que nos mantiene en vilo hasta durante los títulos de crédito finales.
Las primeras imágenes ya sobrecogen. Unas
sombras cobran presencia y llenan la pantalla, son seres derrotados que entran
en el campo de concentración: el teatro de todos los horrores. Prometedor
inicio.
El teatro va a convertirse en sutil hilo
conductor y sea drama, comedia, farsa o, incluso, esperpento, como en la escena del teatro de varietés dentro del barracón que se alterna con la
realidad más cruel, nunca dejará de ser de denuncia.
Un detalle. El viejo libro de La vida es sueño, de la mujer obligada a prostituirse, va a convertirse en uno de los escondrijos de los negativos, los mismos que nos
han permitido ver y saber lo que no éramos capaces de imaginar. Así se preserva
la verdad.
Cine comprometido, sí, pero también de
reflexión ¿Quién no se ha preguntado cómo es posible contemplar el horror desde
el objetivo de una cámara? La incógnita está latente en los claroscuros del
héroe, se encarna en la trama y adquiere especial relevancia en ciertas
escenas trágicas y tiernas en las que Mario Casas se supera.
Mar Targarona observando al fotógrafo |
Sin embargo, la vitalidad del film reside
en su capacidad de conmovernos al exprimir el sentido de la historia mezclando realidad
y ficción, aquí radica la fuerza que nos conmociona. El fotógrafo de Mauthausen arriesga y gana.
La tensión no decae y llega un momento en
que la música deja de ser sólo un acompañamiento, quizá cuando escuchamos el piano de Beethoven y un fragmento del sopesado y sugerente
diálogo nos advierte que atendamos a la música. En efecto, atención, porque así
como las notas de Madame Batterflay
laten en la canción J’attendrai —que
suena en la recreación de la macabra ejecución de Hans Bonarewitz—, la banda sonora de Diego
Navarro evoca la fuerza de una obertura operística.
Arte total.
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