Releer un texto con comentarios escritos al margen hace más de cuarenta años es seguir con el juego literario con un doble código. El diálogo con el texto se desdobla con la conversación con una estudiante en la que no sé si me reconozco.
Ahora leo desde el otro lado del espejo: no como aprendiz de
filóloga, sino como alguien que siempre está escribiendo en fase de prácticas.
Busco el erotismo literario necesario para provocar el placer y a la vez el
goce sin hacer trampas.
¿Cómo seducir tanto a quien busca la peripecia y devora capítulos,
como a quien le gusta paladear las diferentes manera de decir y encuentra capas
superpuestas de sentidos?
Integrar estos dos tipos de lectura es un reto: mantener el ritmo
narrativo, conseguir una lectura confortable y, a la vez, tensar el estilo para
provocar el gusto de lo que sólo aparece entre líneas. Aspiro a encontrar la
forma de conseguir que el texto se escuche indirectamente, que quien lea
levante «la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa.»
Estoy cerca de la neurosis, fuera de lugar y en el grado cero,
como un comodín de baraja, pero viviendo en una mandala de textos. Me he
convertido en una «piensa frases» y «escribo porque no quiero las palabras que
encuentro: por sustracción.»
Sin embargo, de las metáforas que brotan de la prosa de Barthes me
continúa fascinando la misma que antaño: la que encierra la etimología de la
palabra TEXTO que no es más que TEJIDO, sea de seda o de arpillera.
En la médula de los libros que valen la pena está «trazado, tejido de la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la vida y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura y la aventura»
En la médula de los libros que valen la pena está «trazado, tejido de la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la vida y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura y la aventura»
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