Pamuk consigue convencernos de que nadie ha
contemplado Estambul como él.
La antigua Constantinopla es, en su obra, una inmensa
metáfora de la melancolía –amargura, bilis negra, abandono, resignación– que impregna el modo de vida de sus habitantes. O, mejor dicho, impregnaba porque quizás el
Estambul actual esté cambiando.
Sin embargo, el autor está totalmente
identificado con su ciudad tal como nos la muestra, en blanco y negro, llegando
incluso a una fusión de tipo místico con ella:
"Cuando una profunda tristeza y una intensa
amargura se filtran de la ciudad a mí y de mí a la ciudad, soy un muerto
viviente, un cadáver que respira, un miserable condenado a la derrota y a la suciedad,
tal y como me hacen notar las calles y las aceras." P. 363.
Prefiero considerar, como el mismo escritor
propone, el Estambul de Pamuk como un luminoso segundo mundo que corre paralelo
a su vida real, desde que de niño imaginaba que tenía un doble habitando en
otro lugar de la ciudad. La misma sensación que tiene cuando visita la segunda
casa de su padre con otra mujer, la sensación de llevar una doble vida más rica
y plena. Quizás aquí aparezca un eco de la dedicatoria del libro al padre, un
año después de su muerte.
Por otra parte, Orhan Pamuk ejerce de implacable
memorialista que quiere comprender su evolución personal y la de su alter ego: Estambul.
Siguiendo su trayectoria vital nos narra que
cuando aprendió a leer sintió que una especie de mecanismo constante se
instalaba en su mente: "como una radio encendida en un estruendoso
café". Más tarde, buscará leer-escribir el texto que dé sentido a su vida.
Su obra es este texto rescatado de su doble vida interior en total sintonía con
el pulso de la decadente ciudad.
"Todos tenemos en la cabeza un texto, en
parte oculto, en parte legible, que le da significado a todo lo que
hacemos." P. 333.
Del paisaje en descomposición sólo se salva el
pedazo de mar que permite respirar en un ambiente saturado: El Bósforo al que
se asoman las ventanas de la vida de Pamuk. Este pedazo de mar a caballo entre
dos mundos que para él es:
"una fuente inagotable de bienestar y
optimismo que te da salud y te cura, y que mantiene la ciudad y la vida."
P. 80.
Me vienen a la memoria los versos de Paul
Valery:
La mer, la mer, toujours recommencée
O récompense après une pensée
Qu'un long regard sur le calme des dieux.
Se apunta ya en este libro de recuerdos el fetichismo por los objetos que llevará a Pamuk a escribir y a crear el Museo de la inocencia, un intento de encriptar, recrear y dar un sentido al pasado. La visión del artista plástico está en la base de este amor por los vestigios que podríamos llamar pintorescos, siempre contemplados con ojos de pintor y que tienen en su propia naturaleza la condición de efímeros.
Me interesa más el Pamuk memorialista que cuenta
anécdotas e historias, que retrata personajes, que hace revivir sensaciones y
emociones, que siente una espiritualidad laica y que es capaz de analogías como
la siguiente que, como sello de lacre, cierra esta nota:
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