El
protagonista siente fascinación por la montaña, pero logra mantener una
distancia que le permite no dejarse atrapar por ella: será el documentalista
que narre la cara y la cruz de la experiencia de estar cara a cara con la
naturaleza.
Al
principio del camino todo es excitación y euforia:
«el
sol de la mañana en las piernas desnudas me ponía la piel de gallina.».
Después, se establece:
“una
relación íntima y muda con el cansancio.»
Y, en la cumbre, nos encontramos con el
glaciar que:
“es la memoria de los anteriores inviernos que
la montaña cuida por nosotros.»
Allí
se experimenta el imán de las alturas, la tentación de no volver a bajar que si
has nacido para ser montañés, es muy intensa porque llega un momento en que
sabe que se pertenece al mundo de las alturas:
«…una sensación de intimidad que, al mismo
tiempo, me atraía y me asustaba, como un desfiladero en un terreno desconocido.»
De
todas las historias que habitan en estas páginas me quedo con la que plasma el
paso de las estaciones, siempre iguales y siempre diferentes, como la
descripción del glorioso otoño:
«A
mediados de noviembre el cañón de Grana estaba abrasado por la sequedad y el
hielo. Tenía el color ocre, de la arena, de la cerámica, como si los pastos se
hubiesen incendiado y ya se hubiese apagado el fuego. En los bosques continuaba
el incendio.»
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